
La noche de San Miguel, una noche sin hoguera
La noche de San Miguel, una noche sin hoguera
Desojo 1961
Según el censo oficial de 1962 Desojo tenía 78 hogares (casas abiertas), 402 habitantes de “derecho” (empadronados) y 369 de hecho (los que realmente vivían). ¿Cuáles eran los motivos de esta diferencia? Había varios pero yo destacaría dos. El primero, que desde el final de la guerra muchos desojanos dejan el pueblo para ir a trabajar fuera. Placencia, Mondragón, Bilbao… eran los lugares más frecuentes a donde se dirigían; más tarde aparecerán otros. Y el segundo, que muchos se marchan del pueblo para estudiar “pa fraile”
Más del 30% de su población eran menores de 15 años. Nacían muchos niños todos los años (la tasa de natalidad era superior al 20‰): no hay más que ver lo numerosas que son las cuadrillas cuando hoy se reúnen los “quintos”. El pueblo estaba lleno de chiquillos. Las dos aulas de las escuelas estaban completas (más de 30 en cada una) y las calles siempre llenas. Hay que tener en cuenta que la escolarización obligatoria era desde los 6 a los 14 años. Hasta los 6 años vivíamos en la calle. ¡Qué lloros y que dramas cuando teníamos que empezar a ir a la escuela, a estar encerrados entre cuatro paredes! Estamos en pleno “Baby boom” de la postguerra. Los mayores recordarán cómo el Régimen premiaba a las familias muy numerosas (siempre a familias con más de 15 hijos); los premios, como no, se entregaban el día de San José
El año 1961 nacieron Javier Plaza, Miguel Álvarez, Fernando Ortigosa, Juan Manuel Pérez Lanz, José María Labeaga Azcona, Jesús Mª Ibarrola, José Antonio Martínez Gómez. Son siete y todo chicos.
De aquel 1961 destaco algunos hechos relevantes de la historia. En el pueblo no nos enterábamos mucho de lo que pasaba en el mundo pues periódicos llegaban tres o cuatro (¿quién podía comprar el periódico si había lo justo para comer?); la Televisión aún no había llegado; por aquel entonces empezaban a ser populares los aparatos de radio (la “arradio”). Ese año J. F. Kennedy toma posesión como presidente de los EEUU; The Beatles dan su primer concierto; la URSS comienza a construir el muro de Berlín; la URSS lanza el primer vuelo espacial tripulado por Yuri Gagarin. Estábamos en plena Guerra Fría.
El alcalde era Antonio Alegría; el cura, don Ildefonso Nestares Gil; el maestro de chicos, don Antonio, y la maestra de chicas, la señorita Pilar Alonso (Pili), sobrina del cura don Ildefonso; el guarda, Moisés Azcona, el sacristán, Celestino Hernández, mi abuelo; el herrero, Gerardo Baquedano; el aguacil, Elpidio Yániz.
La economía de la mayoría de las familias del pueblo era una “economía de subsistencia”: la tierra daba lo justo para vivir y en muchas ocasiones, por desgracia, para malvivir. Apenas había dinero y por eso era frecuente el TRUEQUE como forma de pago (a cambio de una docena de huevos te daban en la tienda azúcar, fideos,…). La vida en el pueblo era dura y difícil. Por eso, muchos salen del pueblo buscando una vida mejor. Esta salida se acelerará en los años 60 y 70.
La mayoría de la gente vivía de la agricultura. La base de la economía eran los cultivos de la trilogía mediterránea (cereal, vid y olivos). Estos se completaban con algunos árboles frutales y los cultivos de regadío para el autoconsumo. En el 61 ya están en marcha las cooperativas de las trilladoras y la de la bodega.
Pero no todo era agricultura. En el pueblo había 4 rebaños de ovejas y uno de cabras (“Saca la cabra a la plazo que ha llamado la DULA”). Una amplia familia (hermanos, primos…), los ALVAREZ, eran tratantes de cerdos: eran los “gorrineros”.
En el pueblo había dos tiendas (la de “la” Candi en lo que hoy es la casa de José Mari Leuza y la de “la” Paca, en casa Silvio. Había tres bares (el de Silvio, el de José María Labeaga en la calle de la Plaza y el de la señora Modesta, debajo de la iglesia. Había dos carnicerías: en la plaza estaba la de la señora Victoria y en Barrisuso, la de “la” Emilia.
Por aquellos años y en aquella España católica del Régimen la religión y lo religioso estaba muy presente en las vidas de todos y especialmente en los pueblos pequeños donde el cura conocía y controlaba todo. Fiestas de “guardar” había… un montón (no había un calendario laboral). Y día de fiesta significaba: misa rezada a las 8h, misa mayor (cantada) a las 11h, rosario y exposición del Santísimo por la tarde. Eran frecuentes las procesiones. En todas ellas los mozos bandeaban las campanas; todos intentaban dejarlas “sin son”.
Una época importante del año era los días anteriores a Semana Santa. Todos tenían que cumplir un mandamiento: “Confesar y comulgar, al menos, una vez al año en Pascua florida (por Semana Santa)” Por el mes de marzo todos los años venían unos frailes de Estella que preparaban a los hombres y mujeres del pueblo para la confesión. Todos se confesaban, normalmente la víspera de San José, y el día siguiente todos a comulgar. El domingo siguiente comulgaban los de siempre. El día de San José para comulgar había que ir elegante, “pincho”; por eso muchos aprovechaban ese día para estrenar ropa.
Los días de fiesta por las tardes los mocetes se reunían antes del rosario en el pórtico de la iglesia. Allí jugaban a las chapas con las “perras gordas” que tenían de paga. El árbitro de aquel juego solía ser el sacristán, el señor Celestino. ¡Cuántas “trampillas” no vería aquel buen hombre!
Por aquellos años tres obras estaban cambiando la imagen del pueblo: las NUEVAS ESCUELAS, lo que hoy son el ayuntamiento y la sociedad; LA BODEGA cooperativa y por entonces se iniciaba el CEMENTADO de las calles del pueblo.
Desojo en septiembre
Después de los ajetreados meses del verano (segar, trillar, meter la paja,…), septiembre era un mes más tranquilo; los trabajos del campo eran más llevaderos. ¿Los más frecuentes? Los trabajos del regadío (regar, dar tierra, recoger tomates, pimientos,…); se hacían dulces, mermeladas, …; era la época de las conservas (como no había ni botes ni tarros, eran muy frecuentes unas botellas de boca ancha); se recogía la miel, las nueces, los almendrucos; se iba a las viñas a ver y recoger las uvas más maduras (muchas para comer aquellos días y otras para “alzar” y comerlas “pasas” en el invierno); se cazaban pajarillos con cepillos y hormigas de ala (en esto el tío Ismael era un maestro) y los días permitidos, pescar cangrejos con aquellos reteles caseros y un poco tocino rancio como cebo. Por aquellos días algunos hombres y mozos del pueblo “subían” a la Montaña alavesa para recoger patatas y así ganar unos “cuartillos”.
La riada de San Miguel
Era el día 28, viernes; en aquellos años, en septiembre, los chicos de la escuela solo teníamos clase por la mañana; al ser la víspera de San Miguel había que preparar la hoguera. Por la tarde los más pequeños recogíamos ramas, maderas y todo aquello que pudiera arder (se hacía una pequeña limpieza del pueblo); los mayores iban con los machos al monte y traían gavillas de ramas de encinas y chaparros. Recordemos que el fuego siempre ha tenido un sentido purificador; servía para deshacerse de los pocos trastos que en aquella época sobraban en las casas. En muy pocos pueblos tiene lugar la hoguera la víspera de San Miguel; la mayoría de ellos tienen su hoguera la noche de San Juan, en junio. En cambio, en Desojo la tradición del día de San Juan era ir al amanecer a bañarse al río como signo de purificación.
Después de merendar, una onza de chocolate o pan con aceite y azúcar, nos reunimos en casa de María Beramendi tres de sus hijos (Rosi, Federico y Gloria), Antonio Alegría (Toñín) y Luis Álvarez (Luisito) para ir a una viña de Valmayor a recoger membrillos. Sobre esta “excursión” tengo preguntas que aún hoy no sé responder: ¿Qué hacíamos Toñín y yo en aquella “excursión”? ¿Quién la organizó? ¿Quién nos invitó? No tengo respuesta a estas preguntas pero Toñín y yo que siempre andábamos juntos … allí estábamos. Años más tarde me enteré que más chicos y chicas iban a ir con nosotros aquella tarde a por membrillos pero por distintos motivos no fueron; mi hermano Alfonso, que también iba a ir, fue más listo y prefirió quedarse en el pueblo jugando con la “corroncha”. La realidad fue que allí estábamos los cinco protagonistas de esta historia: una persona mayor, Rosi, (25 años), un mocete, Federico (14 años) y tres niños, Toñín (10 años), Gloria y Luis (9 años).
Hacia las 17h salimos del pueblo; tomamos el camino de las Cruces hacia el puente de San Miguel. No imaginábamos qué iba a pasar aquella tarde-noche; todos pensábamos que para las 7h o 7h30 estaríamos en casa. Teníamos que volver para la hoguera.
Era una tarde muy calurosa, de mucho bochorno. Grandes nubes grises oscuras cubrían el cielo. Era evidente que podía caer un buen chaparrón, haber una tormenta típica de final de verano. Pero nadie en el pueblo podía ni presagiar ni imaginar lo que pasó porque de lo contrario nos habríamos quedado en casa. Más de una persona mayor que estaba en el campo tuvo problemas para volver al pueblo.
Cuando íbamos por el camino de las Cruces, nos cruzamos con mi abuelo Celestino, el sacristán, y nos dijo: “Mocetes, ¿a dónde vais? Os vais a mojar” “No, qué va. Vamos a Valmayor a por membrillos” fue la respuesta de unos niños ingenuos. Fue la última persona mayor que nos cruzamos y que vimos hasta el día siguiente. ¡Qué razón tenía mi abuelo! No podíamos imaginar ni lo que nos esperaba a los “cinco” ni toda la angustia que iba a vivir el pueblo la tarde y la noche de San Miguel.
Seguimos por el camino andando, corriendo, saltando, haciendo carreras… No sé de qué hablábamos. Pasamos por el puente de San Miguel; los carrizos del río no dejaban ver la poca agua que llevaba. Cruzamos el riachuelo de Barranco Nero por el vado de la Tejería (una piedra en el cauce bastaba para cruzarlo); apenas llevaba agua. Era normal que en septiembre ese riachuelo o iba seco o con muy poca agua. Subimos la cuesta de Fuente del Espino, (no hay que decir que en aquella época todos los caminos eran muy polvorientos), cruzamos Somedera y por una estrecha senda con normalidad llegamos a la viña de Valmayor.
Justo al llegar y sin haber cogido un membrillo empezó a llover; cayó una borrasca muy corta (10 minutos) de unas gotas muy grandes y calientes. Nos metimos en una choza que había al lado de la viña. Todos estábamos encantados pues aquellas gotas nos refrescaron y redujeron el calor sofocante que hacía. Pronto deja de llover. Al terminar el chaparrón se abrió el cielo y unos claros nos dejaron ver el sol. Todos, ingenuos de nosotros, creímos que la tormenta había pasado. Recogimos los membrillos e iniciamos la vuelta al pueblo. Las cestas no eran muy grandes pero para unos niños de 10 y 9 años pesaban lo suyo.
Dejamos la viña atrás y cuando subíamos la cuesta por la senda hacia Somedera, el cielo se cubrió de nubes negras; parecía que había llegado la noche y de repente empezó a llover; aquello era llover de verdad. Como dicen en Desojo: “Llueve como si se lo pagarían”. Aceleramos el paso pues no muy lejos vimos una choza en una viña y allí nos metimos. La choza era amplia y los cinco entrábamos bien. No entraba el agua ni tenía goteras.
El agua de la tormenta hizo que bajara mucho la temperatura y ahora sí estábamos mojados de verdad; estábamos calados hasta los huesos. Yo no sé si Federico fumaba o no, si llevaba cerillas o no; pero aunque hubiera llevado, habría sido imposible hacer fuego en la choza porque toda la leña (las gavillas de sarmientos que había al lado de la choza) no estaba mojada; estaba “chirriada”. Todos estábamos mojados pero nadie dijo tener frío. Si dejaba de llover, salíamos y cogíamos algunas uvas y así “cenábamos”. Cuando se abría un claro y parecía que dejaba de llover, todos no alegrábamos y cantábamos algo que ahora por desgracia no recuerdo. Pero… a los pocos segundos de nuevo caía agua, agua y más agua. De lo que hablábamos en la choza, no recuerdo nada. No estábamos preocupados; estábamos bien y a cubierto.
No nos imaginábamos qué estaba pasando en el pueblo. Pero en el pueblo estaban pasando muchas cosas. Viendo aquella tormenta, cómo bajaba el agua por las calles y por las laderas de las montañas que rodean el pueblo, los nervios, la desazón y la angustia de nuestras familias y de todo el pueblo iban creciendo más y más; la angustia se hacía insoportable. Todos se hacían preguntas que nadie podía responder: “¿Por dónde andarán los mocetes?” “¿Qué habrá sido de ellos?”
En un momento que parece que dejaba de llover y la tormenta amainaba, mi hermano Alfonso me contó que él y mi madre Alejandrina, que estaba embarazada de “la” Sole, suben a la iglesia. Las calles, aún sin cementar, eran unos lodazales que hacían muy difícil caminar por ellas; las cuestas eran verdaderas pistas de patinaje y lo más fácil era resbalarse y caerse. En la iglesia están un buen rato y allí mi madre REZA, deja una LIMOSNA en el “cepillo” y hace una PROMESA a la Virgen (algo muy frecuente en aquella época cuando una familia vivía alguna desgracia, enfermedad…) Yo sé que mi madre cumplió la promesa. Al salir de la iglesia, de nuevo, agua, agua y más agua.
Vuelvo a Valmayor. Allí, en la choza, estuvimos hasta que dejó de llover o llovía menos. No sé cuánto tiempo estuvimos en la choza (en aquellos años ¿quién tenía un reloj?; por supuesto que ninguno de los cinco llevábamos). Cuando salimos, el cielo estaba muy oscuro; no sé si porque había nubes muy negras o porque ya era noche de verdad. Tengamos en cuenta que antes no se cambiaba la hora como ahora.
Llegar al alto de Somedera fue muy costoso: el cansancio, las cestas, la senda embarrada o encharcada, continuos resbalones,… Por fin llegamos al camino y por él era más cómodo andar. El paisaje que vimos al llegar al alto impresionaba; era una foto en blanco y negro: nubes grises y negras, algún pequeño claro entre las nubes y al fondo por los montes de Bargota se veían muchos relámpagos. Era el paisaje de una película de terror. De nuevo llovía; menos, pero llovía.
Empezamos a bajar hacia la Tejería. El camino polvoriento de la ida era ahora una pista dura. Durante la tormenta el agua había corrido por él como un río y había arrastrado todo el polvo del camino. Bajábamos pensando que ya estábamos cerca de casa. No imaginábamos lo que nos esperaba. Lo peor estaba por venir.
Cuando aún estábamos lejos del riachuelo de la Tejería y en la oscuridad oíamos el sonido, el rugido del agua que corría por aquel riachuelo; ninguno había oído un ruido tan grande producido por la corriente de un río. El vado que hacia las 5 de la tarde estaba casi seco, ahora era un torrente de alta montaña, un río de aguas bravas. El agua subía 8 o 10 metros camino arriba. Sin darnos cuenta el agua y el barro nos llegaba hasta las rodillas; a esa distancia del vado del río no había corriente pero desde allí ya veíamos y oíamos aquellas “aguas bravas”. Dimos marcha atrás y subimos a la pieza que está 4 o 5 metros por encima del riachuelo enfrente de la Tejería. En aquel momento yo perdí las zapatillas; toda la noche anduve, como se dice en el pueblo, “descalzo y sin boina”.
Seguía lloviendo. Dejamos las cestas en la pieza y todos pensábamos: “Y ahora qué”.
Siempre lo fueron pues eran los mayores, pero a partir de este momento Rosi y Federico serían los jefes y haríamos lo que ellos decidieran. Estábamos a escasos 10 minutos de casa pero por allí no podíamos pasar. Federico recorre todo el ribazo hasta ver la choza de Barranco Nero. Comprueba que los dos riachuelos, el de Balacín y el de Fuente del Espino, tampoco los podíamos cruzar; la corriente era muy fuerte, imposible de cruzar por allí. Fue el momento de mayor tensión pues Toñín nos dice que él no había dicho nada en casa; no sabían que había ido con nosotros a por membrillos. Silencio sepulcral. Toñín quería cruzar el río; a Federico no le costó mucho convencerle: es imposible cruzarlo. Toñín acepta su decisión.
A pesar de la preocupante situación, no sabíamos qué estaba pasando en el pueblo, no imaginábamos la angustia que estaban viviendo nuestros vecinos y especialmente en nuestras familias. No creíamos que la gente del pueblo saldría a buscarnos. Federico y Rosi sí serían conscientes, pero no decían nada para no angustiarnos a los demás.
Después de estar un rato en aquella pieza, Federico toma dos decisiones: “Dejamos las cestas aquí para no llevar peso y subimos al Alto de la Cruz”. Visto lo que sucedió horas más tarde, dejar las cestas encima del río fue un error. El día siguiente supimos qué significó que las cestas estuvieran allí. Cuando el caudal del río bajó y gente del pueblo a caballo cruzó el río y vio las cestas, casi todos pensaron lo mismo: “Han intentado pasar y el agua se los ha llevado”. Nadie pensó:”Las han dejado aquí para no llevar peso y han buscado un refugio”.
Cuando llegó la noticia de que se habían encontrado las cestas junto al río y los cinco no estaban, la angustia era mucho mayor. En las familias y en todas las casas se temían lo peor: “Han intentado pasar y se los ha llevado el río”. Seguro: desde que se supo que con aquella tormenta faltaban cinco mocetes en el pueblo, se rezaron muchos rosarios; después de ver las cestas junto al río los rosarios fueron mucho más y más intensos a la Virgen de Codés y a la de Villanueva. Normalmente los humanos pensamos siempre lo peor. Pero esta vez y por suerte para todos, la mayoría se equivocó.
La segunda decisión fue “subir al alto de la Cruz”. Seguía lloviendo mucho. Era noche cerrada: ¿las 8 o las 9? No lo sé. Para no ir con peso, dejamos las cestas en la pieza y seguimos los pasos de Federico camino del Alto de la Cruz. Yo, el más pequeño, me callé pero me decía: “Si subimos al alto de la Cruz, ¿por qué no vamos a casa?” Yo identificaba el Alto de la Cruz con el alto de los pinos de la Sestil. Con 9 años no conocía términos toponímicos del pueblo.
Volvimos a subir la cuesta de Fuente del Espino. Al llegar al alto, torcimos hacia la derecha, hacia el alto de la Dehesa. Atravesamos unas fincas que eran verdaderos barrizales (era casi imposible andar por aquella tierra tan mojada). Aquí Gloria pierde las zapatillas. ¡¡¡Ya somos dos los descalzos!!! Nos costó mucho atravesar estas fincas. Por fin llegamos a la zona de arbustos y piedras y pudimos caminar más cómodos. Allí, en el monte, Federico encuentra una choza amplia pero o estaba medio hundida o tenía muchas goteras. Por desgracia nos mojábamos igual dentro que fuera de ella. Federico fue a buscar otra; al poco rato llegó y nos condujo a una choza pequeñita que no estaba muy lejos. Era una choza como para una persona. Más tarde supe que era la del guarda; desde allí el señor Moisés Azcona vigilaba todos los regadíos de la Cerrada, el Prado, ..
El día siguiente supimos que cuando el caudal y la corriente del río bajó, el padre de Toñín, Antonio, y mi padre, León, fueron a buscarnos. Hicieron a caballo todo el camino que va de la Tejaría a la viña de Valmayor. Miraron todas las chozas que había cerca del camino. Llegaron hasta la choza donde estábamos. ¡¡¡NO LA MIRARON!!! No oyeron ni una sola voz (¿estaríamos dormidos todos? No lo sé. Nosotros tampoco oímos ni sus pasos ni sus voces si las dieron). Seguro que pensaron: “¿Cómo van a meterse cinco personas, aunque tres sean niños, en una choza que solo entra un hombre?” Fue una pena pero así fue. Estuvieron tan cerca… Si hubieran mirado, en aquel momento habría terminado la angustia de todo un pueblo.
Nos metimos en ella los cinco, nos apretujamos y nos sentamos en el suelo; el cansancio estaba haciendo mella en nosotros. Por fin estábamos en un sitio seco y no nos mojábamos. Todos juntos nos dábamos calor y así poco a poco nos fuimos secando. Allí pasamos la noche. Como por aquellos andurriales solo había estado Federico, nos describió lo que veíamos: la carretera (a veces se veían luces), los regadíos de la Cerrada (parecían estanques pues el río se había llevado la tierra)… La noche no era oscura, era una noche negra.
Esa noche apenas hablamos. El cansancio hizo que todos durmiéramos. Yo, al menos, me quedé dormido y hasta soñé que dormía en casa. No imaginábamos lo que se estaba viviendo en el pueblo.
Fueron pasando las horas (yo dormido) y cuando empezaba a amanecer, dijo Federico: “Ahora nos vamos al pueblo, quemamos una gavilla de ollagas en nuestra casa, nos calentamos y … cada uno a su casa”. Justo en ese momento aparecieron delante de la choza José María Labeaga (el de Longinos) y Elpidio Yániz y empiezan a gritar: “¡¡¡Aquí, aquí, aquí están!!!”. Estuvieron un buen rato gritando y moviendo los brazos.
La noche en el pueblo había sido muy larga y angustiosa. Casi nadie durmió. Los destrozos de la riada eran importantes pero nadie hablaba de ellos. En todas las casas se repetían las mismas preguntas: “Dónde estarán esos mocetes?” “¿Qué habrá sido de ellos?”. Nadie lo decía pero todos se temían lo peor: “Se los ha llevado el río”.
Nuestras familias se reúnen a la espera de noticias para aguantar mejor aquella terrible angustia. En casa de Toñín se reúne un buen número de vecinos. En casa de mi abuelo Benito se reúne toda la familia de mi padre León (hermanos, primos, tíos …). El caso de María Beramendi fue distinto. María, que “perdía” tres hijos, no aguantaba en casa, no podía con sus nervios. Se marchó de su casa y fue de casa en casa: a la de Sara y Avelina, a la de Bienvenida, a la de la señora Victoriana (hoy la de Eliseo)… intentando controlar sus nervios y calmar su angustia.
Entonces supimos y entendimos qué eran aquellas luces que se veían en la carretera durante la noche: la gente del pueblo nos había estado buscando. Poco a poco José María y Elpidio se fueron calmando pues estaban muy emocionados y nos contaron de forma rápida todo lo que pasó en el pueblo la noche anterior.
Cuando en el pueblo se supo que faltaban cinco chicos, la angustia fue inmensa, indescriptible y especialmente en vuestras familias. Veían cómo bajaba el agua por todas las laderas, cómo las calles eran verdaderos ríos… Y todos se preguntaban: “¿Dónde estarán esos mocetes?” Cuando dejó de llover la gente del pueblo iba de casa en casa buscando información; todos querían saber si había algo nuevo. Por desgracia nadie sabía nada. Algunos vecinos por su cuenta salieron a buscaros pero era imposible pasar el río. El señor Teófilo Fernández (el Nazareno) intentó cruzar el río y el agua casi se lo lleva. Menos mal que cerca estaba el maestro don Antonio y otros hombres y lo pudieron rescatar de las aguas. Por muy poco no hubo una desgracia en el pueblo.
La angustia de todo el pueblo y especialmente el de vuestras familias fue a más cuando al pasar el río aparecen las cestas y no estabais vosotros. Todos os daban por muertos.
“Todos os dábamos por muertos. Todo el pueblo ha estado sin dormir”, nos dijeron. “Antes del amanecer el alcalde por medio de un bando ha ordenado que todos los hombres y mozos del pueblo salieran con perros y palos para rastrear todo el río”.
Al saber todo esto los cinco ya no estábamos tan tranquilos; se nos veía preocupados y nerviosos. “¿Qué nos dirán cuando lleguemos a casa?” “Seguro que tenemos bronca”. Hasta aquel momento no tuvimos conciencia de la angustia de nuestras familias y de todo el pueblo.
En cuanto Elpidio y José María empiezan a gritar “Aquí están”, algunos mozos que estaban buscándonos por el río subieron al alto y empezaron a comunicarse la noticia unos a otros: “Están vivos en el alto de la Cruz”. La buena nueva corrió como un reguero de pólvora. Todos abandonaron la búsqueda y se fueron acercando al pueblo. En pocos minutos la buena noticia llegó a nuestras familias y vecinos. Todos muy contentos pensaron que aquello había sido un milagro. Una persona que lo repetía sin parar era mi tía Nieves que estaba con María Beramendi en casa de la señora Victoriana:”¡¡¡Ha sido un milagro, ha sido un milagro!!!”.
Todos querían conocer datos y detalles; todos se hacían muchas preguntas que nadie podía responder pues “los cinco” aún estábamos en el alto de la Dehesa. Pero había un interrogante que alargaba la angustia: “¿Están TODOS vivos?”. Pronto se supo que todos estábamos vivos. Entonces la alegría fue indescriptible. A mi prima Blanqui le mandaron ir a casa de mis abuelos Celestino y Presen para darles la buena noticia.
A partir de este momento no recuerdo nada más de lo que pasó en el alto. Salimos de la choza, nos desentumecimos y enseguida iniciamos la vuelta al pueblo. José María Labeaga llevó a Gloria “a concos”. Más tarde la llevó Agustín Labeaga Alecha. Recorrimos todo el alto de La Dehesa. En la mitad de la ladera que va a caer al camino de la Tejería apareció mi tío Ismael, me subió a sus hombros y “a concos” me llevó hasta casa. Conforme corría la noticia de que estábamos vivos, todos los que estaban buscándonos por el río, se fueron acercando hacia el puente de San Migue y como en una procesión llegamos al pueblo. No sé a qué hora llegamos.
Al llegar al pueblo a Gloria la coge y la lleva “a concos” su tío Filo. Lo que vimos era impresionante: desde el Calvario todos los vecinos reunidos a los dos lados de la calle en un silencio sepulcral. La impresión fue mucho mayor cuando pasamos por la cuesta del Patio que da a la calle Mayor: lágrimas, silencio, susurros, ...
Yo llegué el primero a casa. A mí el tío Ismael me dejó en casa del abuelo Benito (la casa de Blanqui y Reyes). En ella había mucha gente: el abuelo, mis padres, tíos (Teófilo y María, José María y Mercedes) primos (Blanqui, Reyes, Josemari, Miguel, un niño de meses en la cuna), mis hemanos (Alfonso, Juanmari, Sole “estaba en camino”) y más gente… Todo eran besos, abrazos y lágrimas. No hubo ninguna bronca. Se terminaba una tensa y angustiosa noche. ¿Qué me preguntaron? No lo sé; seguro que me hicieron mil preguntas pero no recuerdo qué les conté. Me imagino que les narraría lo que ahora he escrito con la ventaja de que en aquel momento todo lo tenía muy fresco en mi memoria.
El recuerdo más nítido: Mi tía María me preparó un vaso de leche “blanca”, aquella de los americanos que tomábamos en la escuela en el recreo (la mía se la tomaba siempre mi hermano Alfonso pues yo la aborrecía). Me la tomé sin rechistar y es fácil que repitiera, ¡cosas de la vida! Después de desayunar, pasé la mañana en casa durmiendo hasta la hora de comer.
Mi madre me recordó muchas veces que yo había sido un niño muy enfermizo y cada dos por tres estaba en casa el practicante de Espronceda. No sabía cuántas inyecciones me había puesto aquel buen hombre en mi casa y en casa de la abuela Presen. Pues, bien, después de la tormenta, de la riada y de estar la tarde y la noche de San Miguel mojado, ya no me puso ninguna inyección más.
Lo que pudo ser una tragedia para el pueblo, terminó bien. Y cuando algo termina bien, hay que celebrarlo. Y normalmente todas las celebraciones tienen lugar alrededor de una mesa. Y así fue. Antonio Alegría, padre de Toñín y alcalde del pueblo, dio unos corderos para agradecer los esfuerzos de los vecinos. Estos tuvieron una cena de hermandad en el bar de la señora Modesta.
Así termina la historia de lo que sucedió en Desojo aquella noche de San Miguel que no hubo ni hoguera, ni almendrucos, ni “cachupín”. Esta es “mi” historia. Estoy seguro de que Federico, Toñín y Gloria tendrán otros recuerdos. Sería muy interesante que también ellos los contaran.
Esta es la historia de uno que estaba al otro lado del río. ¿Quién cuenta lo que pasó en el pueblo en esas 12-14 horas de la noche de San Miguel?
Luis Álvarez
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